Caesura

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Claudia Masin // Robin Myers

MUSEUM POETICA: TRANSLUCINE

Translator’s Introduction

Claudia Masin’s poems are often love poems. By this I mean that they’re concerned with damage: with how every person, every body on earth, undergoes experiences of profound emotional and often physical pain — and then how that person, that body, goes on living, desiring, and experiencing what love it can. Her work is interested in healing, and in what can’t be healed; in how loss both forces and invites us to be transformed; in love as an improbable, unparalleled gift of recognition between human beings.

The poems published here are excerpted from her collection Lo intacto (Hilos Editora, 2018), which I’ve translated as Intact. Claudia wrote the entire book (as well as the two collections that preceded and followed it, respectively) in response to different films, and their titles reference those “original” works. That said, the poems are meant to stand alone; they can be read without any familiarity with the films behind them.

When I first started reading Claudia’s poems, I felt an immediate urge to translate them. Thematically, I was drawn to her sinuous to-and-fro between inner life and the natural world, and to her sensitive, often wrenching explorations of emotional landscapes. Before any of that, though, I was most viscerally struck by her use of the line: long, graceful, sweeping, controlled. A continual unspooling. A ribbon streaming down a flight of stairs. 

Claudia was born in Resistencia, in the province of Chaco, Argentina, in 1972. She moved to Buenos Aires as a teenager and trained as a psychoanalyst, a profession she practiced until not long ago. She now lives in the city of Córdoba. Last year, she published her twelfth book of poetry, El cuerpo, the last in her trilogy of film-centered collections. We’ve never met in person, but we have a sporadic correspondence I treasure, and her poems — probing, empathic, unwilling to look away from hurt where hurt is felt, fixing the world with an ardent attention that is in itself a form of love — give me a sense of solace and accompaniment whenever I return to them. 

—Robin Myers


El contacto silencioso

No es el alma. No es una entidad inmaterial, un soplo
que nos llena el cuerpo: es el cuerpo mismo el misterio, 
es su compleja miríada de venas,
la sangre que corre a alimentar los órganos, 
escondidos como animales prehistóricos en cuevas tan aisladas
que solo la enfermedad es capaz de entrar en ellas.
El contacto de los otros es lo que sana,
lo que enferma, el sol 
alrededor del cual gira el planeta
solitario que somos, capturado en la órbita
de la luz o de la sombra según se acerque
o se retire de nosotros su calor, como si fuéramos
el polvo desprendido de otra existencia, la estela que dejó,
en el nacimiento, la unión indisoluble a la que debimos renunciar 
pero siguió insistiendo en cada amor
hacia otro cuerpo. Querías que escribiera palabras que pudieran 
hacer lo que hace la música:
andar sobre el silencio sin dañarlo, ser parte
del silencio, de las cosas que no deben ser dichas,
de esas a las que no podemos acercarnos siquiera
sin que escapen. Yo te dije que lo único
que se parece a la música es tocar
y ser tocado, esas partículas
que se encuentran y se funden, a veces raspándose,
causándose dolor, desencontrándose, explotando
una dentro de la otra, porque no hay
superficie ni interior: adentro es igual que afuera, adentro cae 
el amor o la crueldad que nos damos como en un pozo
del que nada jamás sale. Nos fue dada esa caída 
para que en ella chocáramos, un cuerpo contra el otro, 
para que no pudiéramos 
dejar de causarnos una marca:
nadie está solo una vez que fue marcado, nadie 
puede elegir volver a estar intacto.

The Silent Touch

It’s not the soul. It’s not an immaterial being, a gust
that fills the body: the mystery is the body in itself,
its complex myriad of veins,
the blood that rushes forth to feed the organs,
hidden like prehistoric animals in caverns so secluded
that only illnesses can find them there.
Contact with others is what heals,
what sickens, the sun
encircled by the lonely planet
of ourselves, caught in the orbit
of the light or shadow as they draw
their heat toward us or away, as if we were
the dust kicked up by some other existence, the wake 
churned at the source, the indissoluble bond we were supposed
to renounce
but which awoke again each time we loved
another body. You hoped I’d write the words 
that can do what music does:
step through the silence without harming it, be 
part of it, and of the things that can’t be said,
the things we can’t even approach without
them darting away from us. I told you there’s nothing
like music but touch 
and being touched, the particles
that meet and fuse and sometimes scrape against each other and
cause pain, and pull away, and sometimes one explodes
inside the other, because there’s neither surface
nor interior: the inside is the same as out. Inside,
the love we share or cruelty we inflict plunge down into a well
and can’t climb out again. We were gifted this fall
so that we would collide, one dashed against another, 
so that we’d have 
to mark each other.
And once we’ve got our mark, we’ll never be alone; we couldn’t
be unbroken even if we wanted to.

Esteros 

En otros tiempos, a los animales de los esteros
se los salía a cazar en el relumbre de la siesta,
el acero del sol y de las armas caía a pique
sobre el agua quieta. Ahora 
se los deja vivir, como una concesión graciosa, un don 
que el poderoso le otorga a su sirviente. Los yacarés 
pueden salir, como nosotros,
a tumbarse el día entero en el calor, lagartos viejos 
y cansados que soportan mansamente
el peso de los pájaros que se montan en su cuero antes
de levantar vuelo de nuevo. Las pirañas,
como buenas criaturas furtivas e implacables,
se arremolinan en torno a los cardúmenes a esperar
sin ansiedad que caiga la presa. Se les ha perdonado la vida
a los zorros grises, a las corzuelas, está prohibido
divertirse a expensas de su terror y de su intento
desesperado e inútil de camuflarse en la maleza. Vos y yo 
fuimos criaturas salvajes que no corrieron la misma suerte: 
solo al resguardo de la mirada ajena
pudimos andar al aire libre sin que una mordedura
insidiosa, inesperada, nos arrancara
la alegría del cuerpo. No teníamos miedo, sin embargo. 
Rapiñábamos el alimento que nos era negado,
corríamos como locos
huyendo del tiempo que ya estaba llegando,
el tiempo en que seríamos separados por la ley que determina 
que las únicas pasiones posibles entre dos chicos
— o dos hombres —
son la saña, la ira, la violencia. ¿Cómo fue que escapamos, 
qué descuido del cazador nos dejó libres,
cómo fue que en el pecho sobrevivió un amor
certero como la piedra que podría
habernos derribado de un solo tiro?
Yo no sé cómo hacemos las personas
que no estábamos destinadas a existir
para mantenernos vivos. Quizás por la fuerza
irreprimible que se produce al reunirnos,
al dejar de ser cada uno
la bestia solitaria, única en su especie, que nació preparada 
desde su nacimiento para ser extinguida. 

Estuaries

Once, humans hunted the animals of the estuaries
in the siesta’s radiant calm.
The steel of the sun and the weapons sank
into still water. Now
people let them live: a kind concession, a gift
the mighty grant their servants. The alligators
can emerge, like us, 
and sprawl for hours in the heat, tired
old lizards placidly abiding
the birds who settle on their hides to rest before
they fly away. The piranhas,
like all good furtive, implacable creatures,
throng close around the shoals and patiently await
their prey. The lives of foxes and roe deer 
are spared; it’s now forbidden
to delight in their terror, their desperate, 
doomed attempt to blend into the brush. You and I
were wild once, but we weren’t so lucky:
only when no one else was watching
could we roam free without an ambush, without some sudden
teeth wrenching the joy
out of our flesh. But we weren’t scared.
We snatched the sustenance we’d been refused,
and we ran riot,
fleeing the time that gained on us,
the time when we’d be sundered by the law 
declaring that the only possible passions between two boys —
or men —
are cruelty, rage, and violence. So how did we escape,
how did the hunter overlook us,
how did a love survive inside our chests,
deadeye as the stone that could
have felled us with a single throw?
I don’t know how we stay 
alive, those of us
who were never fated to exist. Maybe it’s 
the strength sparked when we join together,
the boundless force that means we cease to be
a pair of solitary beasts, each one the only sample of its kind, born ready
for extinction.

Orígenes 

En el limbo entre la vida y la muerte
— dicen ciertos libros sagrados — sucede la liberación:
al fin se entiende. ¿Entender, es, entonces, liberarse? 
Entender como entienden las piedras, despojadas de ánima, 
livianas en su tosquedad, entregadas
a la pasión que los elementos
descargan sobre ellas: el maltrato del granizo,
el roce sensual del viento, la ferocidad
del sol que las quema, las convierte
en brasas que permanecen ardiendo
hasta que llega la lluvia y las lava
como la leona lava a sus crías
el día del nacimiento. Al fin se entiende, dicen,
que no existe la muerte o al menos
la muerte como ese estado
del cual no hay regreso. Siempre se vuelve.
¿Te reconocería, entonces, si volvieras
convertida en la nena que vende flores
en las calles de Bombay, o si fueras el ciervo ágil y torvo 
que el cazador rastrea en los amaneceres,
o el monje que cultiva su huerta
en medio de las montañas donde nadie
puede verlo, o el guerrillero que carga en el cuerpo
el escudo de explosivos en un mercado repleto, o el árbol 
retorciéndose al borde del precipicio,
alargando las ramas para recibir un rayo de sol,
deforme en el esfuerzo, en la pasión
por seguir vivo? Ay, yo no sé
si sería capaz de reconocerte 
si no tuvieras el rostro, la materia
familiar para mis ojos y mis manos. Pero sí sé
que en el exacto momento de encontrarte,
se rompería de nuevo el frágil hielo
bajo mis pies y otra vez el golpe brutal del agua congelada 
me despertaría, como despierta el cuerpo que después
de haber estado muerto recibe
la descarga eléctrica que lo trae de regreso a la vida. 

Origins

In the limbo between life and death,
say certain holy books, comes liberation:
at last, you understand. Is understanding freedom, then?
Understanding as stones do, stripped of souls,
light in their roughness, delivered
into the passion that the elements
unleash upon them: the hail’s assault,
the wind’s sensual brush, the savagery
of the sun, which sears and turns them
into smoldering embers 
until the rain blows in and licks them clean
as the lioness bathes her cubs
when they’re born. At last, you understand (so say the books)
that death doesn’t exist, or at least
death as point
of no return. You always return.
Would I recognize you if you came back
as the little girl selling flowers
on the streets of Mumbai, or as the agile, grim-faced buck 
the hunter tracks at dawn,
or the monk who tends his garden
in the mountains where nobody
can see it, or the guerrilla fighter with a shield
of explosives strapped to himself in a busy market, or the tree
contorting at the cliff’s edge,
lengthening its limbs in search of a little sun,
deformed by the strain, by the lust
for staying alive? I just don’t know
if I’d be able to recognize you
without the face, the matter
so familiar to my eyes and hands. But I do know
that as soon as I found you,
the fragile ice would crack
beneath my feet again, and the fierce blow
of frozen water would jolt me awake, as the body awakes 
once it’s dead and then absorbs
the electric lurch that shocks it back to life.

4:44

A veces la vida, sin que medie la muerte,
simplemente se acaba. Recomienza, sí,
pero ya no es la misma: es como si en la corteza
de un árbol hundieras un hacha. En ese punto
va a concentrarse todo
lo que hay en él de vulnerable. A la hora de derribarlo, 
bastará un golpe ahí, en el lugar lastimado. Yo me quedaría 
día y noche cuidando que esa fuerza no llegue
por sorpresa y te dañe. Me dirías yo no soy un árbol,
no tengo raíces, eso me hace capaz
de sobrevivir a un desastre: son los cuerpos
firmes y sólidos los que corren el riesgo
de quebrarse. Yo soy más bien

una enredadera que crece en el aire.
Pero yo sé, sabemos,
que hay tormentas perfectas y de esas
no hay quien se salve. No importa: esa es tu fe,
y la fe de los que no saben que creen en algo
es la más potente, la única
capaz de hacer milagros. ¿O cómo llamarías al hecho
de que un cuerpo que no fue amado
siga respirando, si todo lo que tenemos depende de los demás, 
de su capacidad de sostenernos, de darnos su hálito?
¿Qué, si no una tremenda voluntad de creer,
mantendría en pie a alguien
que desde el inicio recibió la indiferencia de los otros
o la violencia pura, letal, imparable? Estamos en la última 
mañana del mundo, antes de que estalle, y aun ahora
nos ocupamos de las pequeñas cosas, de que nuestra casa 
parezca una casa, porque aunque digas que no, 
la esperanza sigue trabajando en el cuerpo
incluso cuando el cuerpo se rindió hace rato y ya
no quiere nada. Hay un impulso que es más grande
que él mismo, que vos y que yo, que todas las cosas
que van a ser derribadas. Hay un fuego sin origen,
sin chispa que lo inicie, sin porvenir, desesperado
por encarnarse en una materia que le permita
continuar ardiendo. Una brasa que no puede
apagarse, que se convierte en llaga
sobre el cuerpo. La pasión y la gracia que fueron nuestras 
van a seguir quemando en esa llaga
cuando el cuerpo mismo se extinga: él es
el fuego fatuo. 

4:44

Sometimes life, unmediated
by death, just ends. Sure, it starts over again,
but it’s not the same: it’s like you’ve sunk
an axe into a tree trunk. That’s 
where everything fragile about it
will gather from now on. A single blow
in that soft place will be enough to fell it. I’d keep watch
day and night so that force wouldn’t catch you
by surprise and do you harm. You’d tell me, I’m not a tree,
I don’t have roots, that means I can survive
any disaster: it’s firm and solid bodies 
that risk being broken.
I’m more like
a vine that grows in midair.
And yet I know, we know, 
that perfect storms exist, and those
spare no one. It doesn’t matter: that’s your faith,
and the faith of those who don’t realize they believe 
is the strongest kind of all, the only one
that can work miracles. What else would you call the fact
that an unloved body 
keeps breathing, if everything we have depends on others,
on their capacity to hold us up, to give us breath?
What else, if not the most ferocious will to live,
would keep a person on their feet
who’d been offered only indifference from the start,
or sheer violence, uncontrollable and deadly? It’s the world’s
last morning before it shatters, and even now
we’re all caught up in little things—that our house, 
for example, seems like a house. No matter what you say,
hope keeps laboring on the body, even
when the body gave up long ago and stopped
its wanting. There is an impulse greater
than itself, than you and I, than everything
that will be lost. It’s kindled by a fire
that has no origin, no flinting spark, no future, desperate
to incarnate any matter that will let it
keep on burning. An inextinguishable
ember that becomes a lesion
on the body. The grace and passion that belonged to us
will smolder in that wound
after the body is snuffed out: the will-
o’-the-wisp.  

Perfect Sense

We enter pain like someone entering
a beautiful landscape:
something we weren’t expecting
suddenly takes our breath away and makes us stop
to look. But not even the sharpest gaze
can understand what’s simply there,
what doesn’t include us
and expects nothing from us, doesn’t want
our awe, our presence. It stays there
when we go, remains intact even though
it’s changed us forever. You asked me
to detach you from your pain
as a shaman drives evil from
the poisoned body 
and cleanse what’s been corroded, the toxin’s
remnants, the mark life left
when it dissolved into the bloodstream on 
the first day, malignant and inexorable as a snakebite
in sleeping flesh. But all I could do, all
I can still do is give you an antidote
that doesn’t last and never cures: the press
of skin on skin, the poor
and potent human act of touch.
All will vanish. There won’t be any signs to show
that we once met,
we’ll leave no proof of either the dread
or the love that brought us close, of those two ties
that were like water in water once:
indistinguishable. There won’t be any
eyes to conjure up the colors. We won’t know how
to summon back the sound of branches
shifting in the wind, And not a single trace
of cold-scent will persist in us, dead leaves
varnished with frost, and we won’t be able to recover
the pleasure of the berries splitting
in our mouths. But even when there’s nothing left,
some memory in our touch will bring
it back to us again, as if we’d never lost it:
the moment when another life stepped into ours,
certain and supple as an arrow flung
in flight, and made us understand that we
are matter that will meet an end, and sometimes,
before ending, will be granted the grace
of being hurt in such a way that makes it mortal,
which means it’s saved.

Sentido perfecto 

Entramos en el dolor como quien entra
en un paisaje hermoso:
de repente algo que no esperábamos
nos quita la respiración, nos hace detenernos 
y mirar. Pero ni la mirada más atenta 
entiende lo que simplemente existe, 
lo que no nos incluye,
no espera nada de nosotros, no quiere
nuestra conmoción, nuestra presencia. Sigue ahí 
cuando nos vamos, sigue intacto aunque a nosotros 
nos haya modificado para siempre. Me pedías
que te desprendiera del dolor
del mismo modo que un chamán espanta
del cuerpo enfermo el mal que lo consume
y limpia lo que está contaminado, los restos
de ponzoña, la marca que ha dejado
la vida al meterse en la sangre el primer día, insidiosa 
e irremediable como la picadura de una serpiente
en un cuerpo dormido. Pero yo no podía, no puedo, 
más que darte un antídoto
que dura poco tiempo, incapaz de curarte: el contacto 
de la piel sobre la piel, la pobre
y poderosa experiencia humana de tocarnos.
Todo se irá. No habrá señales que confirmen
que alguna vez nos hemos encontrado,
no dejaremos pruebas ni del terror
ni del amor que nos unió, de esos dos lazos
que fueron como el agua dentro del agua: 
indiscernibles. No habrá 
ojos que recuerden los colores ni sabremos 
contar cómo era el ruido de una rama 
balanceándose al viento, no quedará 
dentro nuestro ni una traza 
del olor del frío, esa mezcla de hojas muertas
y de escarcha, ni podremos recuperar
el gusto de las moras estallándonos
en la boca. Pero aun cuando ya no haya nada,
habrá una memoria en el tacto que nos traerá
todo de nuevo, como si nunca lo hubiéramos perdido: 
el momento en que alguien nos atravesó, 
flexible y certero como la flecha
desprendida de un arco, y nos hizo saber que somos 
una materia que pasa y que a veces,
antes de irse, recibe la gracia
de ser lastimada de un modo que la vuelve mortal
y la salva. 

Once

You knew — how did you know? — that I was broken, shattered
like a struck bone, 
the splinters wrecking everything, 
fragmenting what was whole:
a detonation in the center of the earth
eternally warping the perfect cadence of
what will only reach us as an echo now, reverberations,
a distant call that would suffice — if we
could hear it — to heal the ailing 
flesh, recover all of what would otherwise 
be irretrievable. Maybe that’s
the music we all carry with us, and not the constant, 
anguished noise the words make when they want
to name a thing they weren’t made for. Ear to my chest,
you heard the remnants of the tempo once
it had been cruelly interrupted, the enduring pulse.
You told me what it sounded like. And in your voice the song
was beautiful: so strong it made me ancient,
a frail and weary tree lashed by a raging gale.
Beauty is violent. Once it’s slipped into your body,
it won’t leave you in peace, however hard you try to tear it out,
stop looking at it, touching it, absorbing it like a feral infection
in every cell. You can’t be cured of what’s too beautiful
because your life will cling to it, and life’s the fiercest,
most stubborn habit of them all. It throws itself 
at beauty, which presents a promise of a thing
we’ve known just once and very briefly. It offers a homecoming,
a return. It vows a fire that won’t consume
the bedrock of the house, a house
that won’t close up around us like
a set of claws, a hungry mouth,
a body resting from its ruthlessness. It promises a time
when ruthlessness won’t be the only way to touch
each other, leave our mark. And who 
would turn away from such a pledge.

Una vez

Sabías — ¿pero cómo sabías? — que yo estaba quebrado, roto
de la misma manera en que se rompe un hueso dentro del cuerpo 
después de un golpe seco, las astillas lastimándolo todo, 
haciendo que lo que estaba entero se fragmente:
una explosión en el núcleo de la tierra
que altera para siempre la cadencia perfecta de la que ya
no nos llegará más que la reverberación, el eco,
como un llamado que viene desde lejos y sería capaz
— si lo escucháramos — de sanar los tejidos
enfermos, de recuperar intacto lo que de otra manera
sería imposible reunir de nuevo. Tal vez sea esa
la música que cada uno lleva, y no ese ruido constante, 
atormentado, que producen las palabras cuando quieren 
nombrar algo para lo que no fueron hechas. Escuchaste
en mi pecho lo que aún quedaba de ese ritmo
que fue brutalmente interrumpido y aún resuena
y me contaste cómo era. Y en tu voz esa música fue hermosa, 
tuvo tan tremenda fuerza que me hizo sentir un árbol viejo
y enfermo y cansado y débil frente a un vendaval
demasiado violento. La hermosura es violenta. No te deja en paz 
una vez que entra en tu cuerpo aunque quieras arrancártela, 
dejar de verla, de tocarla, de recibirla como una infección voraz 
en cada célula. No es posible curarse de lo demasiado hermoso 
porque la vida se le aferra y la vida es la más fuerte
y terca costumbre que tenemos. 
Quiere volcarse sobre lo hermoso 
porque lo hermoso promete algo que solo
hemos conocido una vez, muy brevemente. Promete un regreso, 
una vuelta. Promete un incendio que no queme
la casa desde sus cimientos, una casa 
que no se cierre sobre nosotros
como una zarpa o una boca hambrienta,
un cuerpo cuya ferocidad descanse. Promete un tiempo 
en que la ferocidad no sea la única manera de tocarnos 
los unos a los otros y dejarnos una huella. Y quién
no quiere esa promesa. 

Nazareno Cruz y el lobo

Alguna vez, sentados alrededor de un fuego, nos hemos contado
las historias que amábamos. Las que fueron repetidas 
tantas veces que hemos terminado
por creerlas. No son verdaderas ni falsas, y en última instancia
no importaría: todos estamos hechos de historias
inventadas. Si no las tuviéramos, el cuerpo se nos difuminaría
hasta borrarse, liviano e insignificante
como las cenizas deshaciéndose en el aire. Las personas,
a diferencia de los árboles o los animales, tenemos
que juntarnos para poder ser reales, reunidos parecemos
más que sombras, parecemos ciertos, parece que duraremos
mucho más que el lapso pequeñísimo que de verdad duramos. ¿Cómo
seres tan frágiles y necesitados podemos ser capaces 
de causar tanto daño? Quizás se trate de eso justamente:
la necesidad de dejar marca, de hincar las garras en el mundo
y dejarlo lastimado para que algo quede y no desaparezcamos
como si nunca hubiéramos estado. Yo he sido tantas veces
el lobo que arranca el corazón de la presa y se lo lleva
entre las fauces, he despertado un dolor insoportable 
donde antes había calma
y ni el aullido del animal desollado ha podido
detener en mí la furia de la caza, la sangre que se revuelve,
regocijada, ante el sufrimiento ajeno. ¿Y qué pasó
con lo que más amaba? También fue alcanzado 
por mi dentellada. Porque
¿cómo se cuida de esa ferocidad a quien se ama?
¿de qué manera se evita que la violencia lo alcance,
si la violencia es un rayo que una vez suelto andará por el mundo
buscando el blanco, y no elegirá: será elegido por un cuerpo
cualquiera, el imán que lo atraiga sin conciencia de estar
atrayendo hacia sí el fuego y la desgracia? Ah, si ese lobo
que somos se saciara alguna vez, si la codicia tuviera
un término, un lugar de llegada, si pudiéramos juntarnos
con la manada y descansar de la rabia, del hambre
que no cesa, del tormento de tener colmillos y garras,
si hubiera una esperanza, una sola, de dejar
de lastimar y lastimarnos, yo la dejaría a tus pies,
para que hicieras con ella, mi esperanza, 
lo que quisieras: la tomaras en tus manos, 
la rechazaras, la dejaras crecer
o marchitarse. La maldición de quien no puede amar 
es que está solo, y quien está solo hace
lo que hacen los lobos: ataca y destroza lo que puede,
por miedo a ser atacado y destrozado. ¿Y quién 
puede amar, quién no está solo, si hemos sido criados
como predadores, si no sabemos más que defender
el territorio? Tiene que haber un modo, hay que inventar
una historia que nos salve. La historia
que asegure que, a la hora del terror, siempre alguien
vendrá a rescatarnos y no nos dejará
lamer la sangre envenenada de la herida, la que enferma
de odio y empuja a la venganza. Tiene que haber un modo 
de curarnos. Un modo de que no nos desgarremos por torpeza
y descuido cada vez que intentemos acercarnos
los unos a los otros para darnos
algo distinto a lo que hemos recibido, algo
que no puede destruir ni ser destruido: 
qué tremendamente hermoso 
sería si pudiéramos
desprendernos de este cuerpo malherido
que siente al mundo y a los demás como rivales 
en una tarea agotadora, interminable: tener 
un pecho que respire, una boca que trague, es decir,
sobrevivir para nadie, para nada.

Nazareno Cruz and the Wolf

Once, seated around a fire, we told each other
the stories we loved. The ones we’ve repeated
so many times we’ve come
to believe them. They’re neither true nor false, and in the end
it wouldn’t matter: who isn’t made of made-up
stories. Without them, our bodies would blur
into erasure, light and flimsy
as ash disintegrating in the air. Unlike trees
or animals, we humans have to gather
to be real. When we’re together, we look
like more than shadows, we look true, we look like we could last
much longer than the fleeting lapse we really do. How
can such fragile, needy beings cause
such harm? I’ve often been
the wolf who plucks its prey’s heart out and carries it away,
clenched in its jaws; I’ve roused intolerable pain
where there was only calm,
and not even the flayed animal’s howl could halt
the hunting rage in me, the sprinting,
reveled blood, kindled by someone
else’s hurt. And what became
of what I loved? My teeth
entrapped it, too. Because
how can a lover ever keep brutality at bay,
how can the beloved ever elude violence,
if violence is a bolt that roams the world
and searches for a target, for the magnet that will lure it close, 
oblivious to the fire 
and hardship it’s inviting in? If only the wolf
of us could ever be sated, if thirst
had an end, or a beginning, if we could join
the pack, recover from the craze, the boundless
appetite, the torment of our claws and fangs,
if there were any hope, any at all, that we could stop
damaging others and ourselves, I’d leave it at your feet,
so that you could do with it — my hope —
whatever you wanted: take it into your hands,
toss it aside, let it grow tall
or wilt away. The curse of someone who can’t love
is being alone, and someone who’s alone can only act
like wolves: attacking and destroying what she can,
fearing destruction and attacks. And who
can love, who’s not alone, if we’ve been raised
as predators, if all we know is how to claim
our territory? There has to be a way. We have to tell
a story that can save us. The promise,
when disaster strikes, that someone
will always come to rescue us, won’t let 
us lap the venom from the wound, the poisoned blood that spoils
with hate and spurs revenge. There has to be 
a cure. So we won’t gash each other’s flesh
out of clumsiness or negligence each time 
we try to touch again, hoping to give each other
something different than 
what we’ve received, something
that can’t destroy or be destroyed.
Wouldn’t it be beautiful
if we could let go
of these mangled bodies
that see others and the world as rivals
in an arduous, interminable trial — to have
a chest that breathes, a mouth that swallows. In other words,
to survive for no one, for nothing.

Cerezos en flor 

en la noche azul
niebla helada, el cielo brilla
con la luna
copas de los pinos
se inclinan azul-nieve, se difuminan
en el cielo, escarcha, bajo la luz de las estrellas
el crujido de botas.
rastro de conejo, rastro de ciervo,
qué sabemos.

Gary Snyder


Despierto y pienso: es como si un árbol pudiera
despertar en medio de la noche. ¿Qué sabemos? 
Encerrados en el propio cuerpo, aislados
de los hechos asombrosos que suceden 
sin que podamos verlos ni sentirlos ni creer siquiera
que existen. ¿Qué sabemos? Quizás la vida vegetal también descansa, 
también tiene sus noches o sus días de vigilia, ciertas formas
de la angustia o de la pena que no comprenderíamos jamás, 
algún contacto — ¿el sol, la lluvia, el viento? — que las serena. 
Pero imaginemos cómo sería el dolor en la materia
que no puede moverse. Que está condenada
a quedarse en su lugar, que no tiene 
manera de huir, de esconderse. ¿Y si no fueran 
el rayo, el hacha, el alud, la creciente
los únicos peligros que enfrenta? Miremos
el cerezo, hermoso y prescindente en la última 
noche del invierno ¿Y si más allá 
de las plantas parásitas que lo asfixian y las pestes 
hubiera un tremendo deseo saliendo de la raíz, 
subiendo por el tronco maltrecho,
emergiendo por las ramas y las hojas, aullando 
en un silencio que no puede romperse, si hubiera 
algo que quiere salir, explotar en el mundo, 
allá afuera, pero está quieto, quieto, encarcelado dentro? 
¿Nunca se sintieron así, paralizados, incapaces de moverse, 
completamente rotos por el choque que produjo
otro cuerpo sobre el propio, antes de irse? 
Yo aún conservo las heridas,
las marcas de tu presencia. Se irán perdiendo.
Tu voz, esa manera de decir hasta la palabra
más sencilla como si fuera una canción que una vez que termina 
deja en el aire una estela de increíble belleza, pero ya
no se puede alcanzar, no está en ninguna parte, ha durado
lo que duró la frase que dijiste. Toda la vida voy
a vivir en el aire donde sonó esa voz, dejó esa estela.
Toda la vida voy a ser como el árbol
que te entrega las flores una vez al año, única

manifestación de su amor y su tormento por la vida
de allá afuera, por lo que perdió y no puede
recuperar. La belleza de la que sea capaz,
aunque sea mínima y pobre y en nada se parezca
a la floración blanca y perfecta de los cerezos, va a ser tuya.
Yo seré siempre lo que soy hoy: una rama que se esfuerza
por hacer brotar una flor, aunque sea una sola,
para que la mires una vez más
antes de que llegue el invierno, antes
de que se quede sin savia y sin fuerza. Eso
será mi vida: la intensidad
del intento. Ya sé que no verás
nada de lo que te ofrezco. Pero aquí
me quedo, hasta convertirme en vos por insistencia,
hasta traerte de regreso en mi cuerpo, cuando mi cuerpo 
sea igual al tuyo: el barro, el tronco abierto, la rama 
desnuda y seca, los pétalos deshechos. 

Cherry Blossoms

In the blue night
frost haze, the sky glows
with the moon
pine tree tops
bend snow-blue, fade
into sky, frost, starlight.
The creak of boots.
Rabbit tracks, deer tracks,
what do we know.

Gary Snyder

I wake and think: it’s like a tree could
wake up in the middle of the night. What do we know?
Locked in our bodies, isolated 
from the wondrous things that happen,
unfit to see or feel or even really trust
that they exist at all. What do we know? Maybe the plants rest
too, maybe they have their days or nights of wakefulness, a certain kind
of grief or anguish we will never fully understand,
some touch — the sun, the rain, the wind? — that soothes them.
But let’s imagine what an ache must mean to substance
that can’t move. Material condemned
to stay right where it is, that has no way
to run or hide. What if the lightning bolt,
the axe, the avalanche, the flood, were not
the only risks to plague it? Let’s look
out at the cherry tree, lovely and unparticipating in
the final night of winter. Beyond
the parasitic plants and pests that stifle it, what if
there were some powerful desire that crept along the root
and climbed the battered trunk,
emerging from the leaves and branches, howling 
into a silence still impossible to break? What if there were
something that wanted out, that longed to burst into the world,
out there, but doesn’t move, stays still and quiet, trapped inside?
Haven’t you ever felt like that, immobilized, frozen in place,
utterly shattered by another body crushing yours
before it vanishes?
I bear the scars,
the marks of your existence. They will fade.
Your voice, your way of uttering even the simplest word
as if it were a song that leaves a wake of beauty once
it’s gone, a trail unreachable, is nowhere
now; it lasts only as long 
as words do. I’m going to live my life
inside the very air your voice echoed into and left that wake.
I’m going to live my life just like the tree
that offers you its blossoms once a year, the sole
display of its devotion and its anguish at the world
beyond, at what it lost and can’t
recover. Whatever beauty I can manage,
however small and poor, however little it resembles
the white and perfect flowering of the cherry tree, will be for you.
I’ll always be what I am now: a branch that works
to bring a bud to blossom, even if it’s only one, 
to give you one last glimpse of it
before the winter comes, before
it’s dried of sap and strength. That
will be my life: the ardor of
the effort. I know you’ll never see
what I can offer you. But here
I’ll stay, until, relenting, I turn into you at last,
until my body brings you back, until my body is
exactly like your own: the mud, the parted trunk, the stripped
dry branch, the petals spent and scattered.


Claudia Masin was born in Resistencia, Chaco, Argentina, in 1972. She is a writer and psychoanalyst.  She is the author of twelve poetry collections: Bizarría (1997), Geología (2001), La vista (2002), Abrigo (2007), El secreto (2007), El verano (2010), La plenitud (2010), La cura (2016), La siesta (2017), Lo intacto (2018), La desobediencia (collected poems, 2018), and El cuerpo (2020). She lives in Córdoba, Argentina.